Las jugarretas de la ley
Gloria Cepeda Vargas
“Dime de qué presumes y te diré de qué adoleces”, dice el refrán. Lo cito en relación a esa honorabilidad que nos refriegan en el pabellón auditivo cuando se trata de nombrar a los parlamentarios colombianos. No entiendo el porqué de este adjetivo tan comprometedor atornillado como un a sonsonete a los nombres de los honorables funcionarios de la Cámara y el Senado. “El honorable doctor Fulano, el honorable licenciado Mengano, el honorable magister Zutano…” ¡Qué honorabilidad tan cuncunija! diría el recordado vate payanés Ramón Dolores Pérez y sobre todo ¡Qué desconocimiento o qué irrespeto semánticos tan lamentables!
Es sabido que la honorabilidad parlamentaria, hace mucho se fue con su música a otra parte. Con excepciones, el Congreso colombiano es el más elocuente panegírico de ese tire y afloje que llaman clientelismo político o sadismo empoderado. Si esto no fuera así, todos los honorables se habrían negado a recibir el aumento del 7,77% mensual que avalado por el decreto l056 del 2016 y firmado por Santos, eleva su misérrimo salario de 25.915.000 pesos mensuales, a 27.939.064 billeticos de mil pesos colombianos. Replicarán que este modesto ajuste está previsto anualmente por la ley y que no les queda más remedio que sacrificarse en aras de su cumplimiento, que sus cuerdas vocales y sobre todo sus músculos glúteos -a punto de congelarse por inercia- necesitan la comprensión de este pueblo por cuyo bienestar se baten con denuedo conmovedor.
Bien, pero como toda ecuación tiene dos miembros y toda balanza dos platillos, después de buscar la otra cara de la moneda, la encontramos enquistada en la desesperación de cientos de colombianos que oscilan sobre el abismo asidos a una cuerda a punto de reventar: los 689.484 pesos que constituyen el salario básico en Colombia.
La desproporción es evidente. Es decir, lo que se gastaría el honorable en whisky o chocolatinas importadas, el ciudadano que no lleva a cuestas semejante tonelada de honorabilidad, debe someterse a la multiplicación de los panes o los penes -como diría Nicolás Maduro- para no dejar de respirar por inanición.
¿Cómo pretender contar con un cuerpo legislativo medianamente decente en estas circunstancias? ¿Cómo pensar que individuos hechos del deleznable barro humano, estén capacitados para dictar normas de comportamiento, si el Estado les otorga un estatus tan privilegiado que raya en la obscenidad?
Lo vergonzoso del asunto es la incoherencia entre lo que son y lo que predican. La impunidad en que se mueven sus astutas narices, el incienso que les queman y ese batiburrillo de delito y aceptación social en que chapotean.
El talón de Aquiles de la sociedad colombiana es esta estructura amo-vasallo que no hemos logrado quitarnos de encima. El amo infringe y el vasallo otorga. Ni siquiera saber que nos ensillan cómo y cuándo lo desean. Ni siquiera saber que ese prontuario –porque no merece otro calificativo- de vanidades sublimadas y desaguisados impunes que son el Congreso de la República y sus funcionarios, constituye el mentís más rotundo a nuestra cacareada democracia “participativa” e “incluyente”.
Si la violación de la ley es grave en cualquiera de sus infractores, lo es doblemente cuando los sepulcros blanqueados la realizan. Lo que acaba de suceder es un capítulo más de esta historia plagada de errores ¿Ortográficos, sintácticos o nemotécnicos? No señores, llena de desvergüenzas inmemoriales y de campanas que doblan desde hace mucho tiempo por nuestro presente y lo que es peor: por nuestro futuro.